domingo, 26 de febrero de 2017

Canción para mi muerte

El camarero recogía la mesa, se llevaba en una mano los platos usados mientras con la otra apretaba un paño sucio que recorría la superficie de la mesa dejando tras de sí un leve rastro de agua y jabón.

Volvió casi de inmediato con la segunda taza de café, quise agradecerle como de costumbre pero no lograba expulsar el aire de mis pulmones para formular media palabra. Se marchó antes de que pudiese siquiera soltar algún suspiro o pudiese al menos, pedir auxilio con la mirada.

Pude llevar al fin una temblorosa mano hacia la mesa y coger con dificultad la humeante taza que temblaba ante mi tacto. Traté de levantarla sin éxito, vertiendo el ardiente contenido oscuro sobre mi regazo. Me estremecí preparado para la reacción inmediata de dolor y contacto, de ardor y sobresalto, pero nada ocurrió. Mira hacia abajo y pude ver mi entrepierna empapada y sentí la taza resbalando entre mis dedos. Volví la vista hacia la ventana que estaba a mi lado por donde se filtraban rayos del Sol violento de mediodía que encendía la calle y todos los sonidos se fueron apagando.

Me tomó un momento recordar aquel lugar que se iba formando por sí solo al otro lado de la ventana. La calle de piedra en pendiente y los autos estacionados en la acera habían desparecido y habían sido suplantados en cambio, por una calle polvorienta que terminaba a orillas de una enramada. Sentía las manos del camarero sacudiendo mi hombro y apenas si podía oír su voz, sentía también como las miradas de los comensales se iban posando una por una en mí.

Pero no podía apartar la vista de la ventana, mi corazón empezó latir muy despacio, cada latido retumbando en mis oídos, mientras una brisa que casi podía sentir, pasaba por la calle arrastrando la tierra de vuelta a algún lugar. Entonces, sin tener ya control de mi cuerpo, me levanté. Mis pierdas cedieron y caí en medio de un remolino de arena y hojas secas. Me puse de pie y eché a andar mientras la calle iba desapareciendo y el viento arreciaba, mientras el polvo se hacía polvo, mientras el Sol se apagaba y yo me volvía brisa.

domingo, 15 de enero de 2017

Puertas adentro

No hay tabaco que arañe el alma cuando toca envejecer puertas adentro, sentado en la mesa moliendo los codos, rumiando el mismo café por las mañanas, como cantando sin voz (si hay quien escuche) las seniles coplas del encierro.

Si se sobrevive a los estragos del mar cuando reclama querubines antes de tiempo, de poco sirve, si no significa más que el quebranto de corazones que no existían y el revivir de lágrimas con artritis, al tercer día, de entre los muertos.

No hay, ¡Virgen del Valle!, ni consuelo de los cuervos que se llevan todos los días mis ojos, ni parece el Sol apiadarse de mi sombra al mediodía, ni por dejar la puerta abierta viene a buscarme la última hora, ni hay, ¡maldita sea!, tabaco que calme el alma cuando un pasado que no hay quién lo escriba,

martilla cada clavo de mi cruz,

todos los días,

puertas adentro.

Nuevo año, nuevo nombre, nueva york

Al tener casi tres años sin escribir nada y casi cuatro desde mi última entrada, pienso que no tiene nada de malo sacar todo lo que haya escrito alguna vez para que por lo menos agarre luz y así hago como si estuviese volviendo al ruedo. Con nuevo nombre, Pez de ciudad será el lugar para hacer esto. Textos viejos y no tan viejos con los que ya no tengo nada que ver o con los que sí tengo mucho que ver. En fin, al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver, pero ya qué coño.