domingo, 18 de agosto de 2019

O contrario a saudade

Hace cuanto había sido?
No lo sé.

Creo haberla visto alguna noche atrás mientras se desvestía junto al closet y el ventilador removía con insistencia su cabello. No sé exactamente hace cuánto había sido pero creo recordar su sabor y sus cicatrices.

Pero, ahora frente a mi, con algunas hebras de cabello enmarcando su rostro, empapado en sudor, recordé entonces de dónde provenía aquel aroma a uvas dulces y guayaba triste.

Mis recuerdos me llevaron ante dos niños bailando bajo una luz tenue. Unos ojos enormes, de gitana. Un collar de turquesas dividiendo su pecho. Una mitad para mí, otra para ella. Supe entonces que dos personas pueden respirar al mismo tiempo,

y el universo se detiene,

y el mar enfurece,

y el alcohol se destila.

La reconocí entonces en los desconocidos silencios, en los humos de las madrugadas.

Hace cuanto había sido?
No lo sabía.

La había visto antes cuando se desvestía junto al closet y el ventilador removía con insistencia su cabello. No sabía hace cuánto había sido pero ahora ella también me recordaba

Y caminaba hacia mí

Y sus ojos brillaban.


Y mis ojos brillaban.


Y éramos cómplices.

domingo, 26 de febrero de 2017

Canción para mi muerte

El camarero recogía la mesa, se llevaba en una mano los platos usados mientras con la otra apretaba un paño sucio que recorría la superficie de la mesa dejando tras de sí un leve rastro de agua y jabón.

Volvió casi de inmediato con la segunda taza de café, quise agradecerle como de costumbre pero no lograba expulsar el aire de mis pulmones para formular media palabra. Se marchó antes de que pudiese siquiera soltar algún suspiro o pudiese al menos, pedir auxilio con la mirada.

Pude llevar al fin una temblorosa mano hacia la mesa y coger con dificultad la humeante taza que temblaba ante mi tacto. Traté de levantarla sin éxito, vertiendo el ardiente contenido oscuro sobre mi regazo. Me estremecí preparado para la reacción inmediata de dolor y contacto, de ardor y sobresalto, pero nada ocurrió. Mira hacia abajo y pude ver mi entrepierna empapada y sentí la taza resbalando entre mis dedos. Volví la vista hacia la ventana que estaba a mi lado por donde se filtraban rayos del Sol violento de mediodía que encendía la calle y todos los sonidos se fueron apagando.

Me tomó un momento recordar aquel lugar que se iba formando por sí solo al otro lado de la ventana. La calle de piedra en pendiente y los autos estacionados en la acera habían desparecido y habían sido suplantados en cambio, por una calle polvorienta que terminaba a orillas de una enramada. Sentía las manos del camarero sacudiendo mi hombro y apenas si podía oír su voz, sentía también como las miradas de los comensales se iban posando una por una en mí.

Pero no podía apartar la vista de la ventana, mi corazón empezó latir muy despacio, cada latido retumbando en mis oídos, mientras una brisa que casi podía sentir, pasaba por la calle arrastrando la tierra de vuelta a algún lugar. Entonces, sin tener ya control de mi cuerpo, me levanté. Mis pierdas cedieron y caí en medio de un remolino de arena y hojas secas. Me puse de pie y eché a andar mientras la calle iba desapareciendo y el viento arreciaba, mientras el polvo se hacía polvo, mientras el Sol se apagaba y yo me volvía brisa.

domingo, 15 de enero de 2017

Puertas adentro

No hay tabaco que arañe el alma cuando toca envejecer puertas adentro, sentado en la mesa moliendo los codos, rumiando el mismo café por las mañanas, como cantando sin voz (si hay quien escuche) las seniles coplas del encierro.

Si se sobrevive a los estragos del mar cuando reclama querubines antes de tiempo, de poco sirve, si no significa más que el quebranto de corazones que no existían y el revivir de lágrimas con artritis, al tercer día, de entre los muertos.

No hay, ¡Virgen del Valle!, ni consuelo de los cuervos que se llevan todos los días mis ojos, ni parece el Sol apiadarse de mi sombra al mediodía, ni por dejar la puerta abierta viene a buscarme la última hora, ni hay, ¡maldita sea!, tabaco que calme el alma cuando un pasado que no hay quién lo escriba,

martilla cada clavo de mi cruz,

todos los días,

puertas adentro.

Nuevo año, nuevo nombre, nueva york

Al tener casi tres años sin escribir nada y casi cuatro desde mi última entrada, pienso que no tiene nada de malo sacar todo lo que haya escrito alguna vez para que por lo menos agarre luz y así hago como si estuviese volviendo al ruedo. Con nuevo nombre, Pez de ciudad será el lugar para hacer esto. Textos viejos y no tan viejos con los que ya no tengo nada que ver o con los que sí tengo mucho que ver. En fin, al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver, pero ya qué coño.

lunes, 15 de abril de 2013

Poemario "Sin Vis, Sin Versa"

Dejo el link de la publicación de un poemario que aunque tiene muchos textos que ya he publicado por aquí, también tiene otros que no he publicado.

Sin Vis, Sin Versa
N° 281 Letralia

http://letralia.com/281/letras08.htm

jueves, 11 de octubre de 2012

Aunque haya un camino

Alguna vez quise irme para no volver. Nunca fue el motivo la ausencia de una enzima patriótica, ni la herencia subliminal del sueño americano que llegó al país en los cincuentas, ni mucho menos el pensar que estos pocos acres caribeños, rescatados a punta de montoneras, héroes de batalla y efemérides, de pronto se le hacían muy pequeños, al tercer hijo de la primogénita de un español.

No, ninguno de esos fueron nunca los motivos, pero sí, cómo quería irme.

Quería padecer el invierno y conjugar el otoño. Quería ciudades grises, girasoles de Rusia, sexo, trenes, historias. Quería irme por irme, irme por empezar de nuevo (porque esta vez la historia la contaba yo), irme para sentar cabeza con la soledad, irme para tener excusa de no llamar todos los días, irme para que acaso me extrañen cuando no esté.

Y hoy que las paredes se resquebrajan y sigue minándose el suelo que piso (aunque haya un camino ) quiero hacerlo más que nunca.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Rhythm and blues

Desde que era pequeño y descubrí que los astronautas no podían tomar y que los vaqueros estaban extintos, decidí que quería ser (cuando creciera), uno de esos tipos callados que viven en algún bar de Nueva York de la década de los cuarenta, que usaban camisa y corbata, traje negro y fedora. También, cantaría en una pequeña banda de jazz para ganarme el pan nuestro de todos los días, haría el amor todas las noches en blanco y negro y cada domingo, en el altar de la tristeza, haría la comunión con whiskey en vez de vino, con ceniza en vez de pan. Moriría en el mismo olvido que nací, sin descendencia, quebrado e infeliz.

Sin embargo, nací seis décadas después, en la era del tecnicolor, en el norte del sur, usando manga corta por el calor, sin saber cantar, estando tan callado como me lo permitan, jodido pero contento en nombre de Dios, agradecido infinitamente por poder agarrarte el culo a ti, mulata, mientras bailamos a orillas de la playa, a la sombra de un fogón.